Qué gran pregunta. Si hay un escritor que declare que
jamás se ha planteado esto o que no forma parte de sus obsesiones recurrentes,
miente o en realidad no escribe. Un personaje vivo arrastra consigo la
narración, por muchos fallos que acumule, al igual que un personaje muerto
contamina del hedor de la muerte la trama más bella, mejor trabada.
¿Cómo se le da vida a un personaje?. Hay miles de
recetas al respecto, unas más razonables que otras, entre ellas, aquella que nos
pide que recreemos toda su existencia para darle coherencia y buscar aquellos
puntos fuertes que lo hagan más atractivo al público. Pero, ¿garantiza eso que
nuestro personaje cobrará vida al asomarse a nuestra historia?
Para nuestra desgracia, en este trabajo nada viene con
garantías, como si en vez de sentados ante el ordenador nos dedicáramos a parir
hijos improbables e impredecibles. Uno puede haber cumplido todo lo que digan
los infinitos libros escritos sobre el arte de la escritura y aún así parir
hijos muertos.
Sin embargo, hay ciertas normas que ayudarán a que
nuestros personajes sean capaces de transmitir humanidad pese a, básicamente,
no-ser:
-Jamás deben ser enteramente
racionales, ni todos sus comportamientos perfectamente predecibles. Ningún ser
humano es así y deben imitarlos.
-No deben ser el vehículo de
nuestros miedos, deseos, ambiciones, ansiedades, insatisfacciones, ni de
nuestro deseo de salvar/condenar al mundo. Si un personaje tiene una utilidad,
estará muerto. Debe cumplir una función narrativa, pero trascenderla, ser más
que eso, debe ser un producto sincero de la creación, del impulso intenso e
irrefrenable de crear a un ser no-vivo.
-Deben mostrar sus conflictos;
no hay ser vivo que no los tenga. Los animales buscan comida, un alimento que
les esquiva, las bacterias invaden tejidos sanos muriendo por el camino, los
seres humanos buscan ser felices, una felicidad que nos rehuye, que se nos
niega por defecto y que debemos conquistar al precio que sea.
-Deben ser más fieles a sí
mismos que a la historia que pretendamos contar. Si plegamos a nuestros
personajes al molde la trama de la novela, como si se tratara del lecho de Procusto, morirán desangrados,
privados de la escasa vida que hayamos podido insuflarles.
-Debemos amarlos tal como son,
como si fueran nuestros hijos; quererlos a todos por igual y poner el mismo
empeño en su creación que pondríamos en la educación de cada uno de nuestros hijos.
En definitiva, pese a ser nuestros, no tenemos
derecho de vida y muerte sobre ellos. Pertenecen al lector, cobrarán vida en el
acto íntimo de la lectura, cuando nuestros interlocutores los reciban de
nuestras manos para juzgarlos como hará la vida con nuestros hijos, sin que
nosotros podamos protegerlos ni impedir su condena.